Tras atravesar el pequeño aparcamiento, una serie de bancos le esperaban y, allí, iluminado únicamente por la tenue y fantasmal luz de una farola, se sentó en uno de ellos.
Frente a él, imponente y oscuro, se extendía el mar. Bastaba con bajar un corto tramo de escaleras para llegar a una playa que se alargaba hasta perderse en la negrura. Permaneció allí mirando hacia el horizonte, cuya línea no alcanzaba fin.
El sonido de las olas, rugiendo solo a unos metros por delante suya hacían inaudible cualquier otro fenómeno cercano y el viento traía consigo el olor a madera quemada procedente de la chimenea de alguna casa cercana a la par que acariciaba su piel. No había estrellas aquella noche. Las nubes cubrían el cielo nocturno con una capa casi invisible.
Lejos, muy lejos, se distinguían las luces de una ciudad sobre el mar que destellaban y se alzaban tan desafiantes como pacíficas sobre las aguas.
Y lejos, más lejos aun, podía vislumbrarse la luz de un faro. Un centinela que cumplía su cometido en soledad.
Atrapado por aquel paisaje, lentamente fue cerrando los ojos y comenzó a pensar. En su cabeza, el pasado y el futuro luchaban contra él constantemente. Pero a pesar de todo, estaba contento con su presente. De repente pensó en ella. Una vez más y sin previo aviso se había abierto un hueco entre sus pensamientos. Ella, que significaba tanto para él. La persona gracias a la cual sentía que, poco a poco, todo iba mejorando. La responsable de la sonrisa que se había dibujado en su rostro para cuando quiso darse cuenta.
No sabía del todo por qué había ido allí. Simplemente lo necesitaba.
Minutos después, el rugido de las olas y la débil luz de una luna que asomaba entre la bruma le escoltaron de vuelta al coche. Volvía a casa.
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